Sogamoso, Boyacá, Colombia, 15 de Marzo de 2023
2. Recorriendo la ciudad en donde vivo
Querido extraño:
Preguntar por mis antepasados, tatarabuelos y toda mi línea genealógica española, nunca había sido de mi interés, (digo, debieron ser españoles o al menos europeos pues mi aspecto revela no tener ningún rasgo indígena). Hasta que encontré el diario de un viajero que cruzó por Boyacá hace más de 150 años. Cuando estuvo en Sogamoso, visitó la casa del “Señor Reyes”. ¿Qué tal sea mi antepasado?, me pregunté. Reyes es mi apellido y como es patriarcal, es una posibilidad.
José María Gutiérrez de Alba, escribió un diario de su viaje por Colombia. Lo encontré escaneado en la página web del banco de la república y quedé tan maravillada como si me hubiera encontrado un lingote de oro. Es que sentí que viajaba en el pasado leyendo esas letras de caligrafía escrita a mano, me pareció un gran descubrimiento luego de ver tanta letra “Arial”. Me ilusionó aún más, para escribir estas cartas. Me llevaron a pensar que quizás en 150 años mis cartas serían esas historias y descripciones del pasado para otra persona en el futuro. El Sr. Gutiérrez recorrió varios de los municipios que yo visité hace unos meses, cuando estuve buscando el propósito que te mencionaba en la carta anterior. Fue ahí con esas letras que las interpreté como señal para decidir quedarme a escribir cartas de cada uno de los municipios, de que no necesitaba realizar grandes viajes a lugares “extraordinarios”. De repente el jardín de mi casa ya no era un pedazo de insignificante tierra, sino un lugar lleno de historia e historias por descubrir.
¿Qué necesitas ver de un lugar para conocerlo? No se trata de conocer todas las calles y sitios de la ciudad, creo que cada quien conoce su ciudad con lo que quiere o le interesa conocer. También la conoce por los sitios que frecuenta, los que se marcan con su propia historia. Este es mi mapa subjetivo, con este te llevo a recorrer lo que yo quise conocer de mi ciudad, mis pensamientos, reflexiones y el recuerdo de mis lugares favoritos. (Ver mapa) (Mis mamarrachos:)
I. La ciudad gris:
Cuando yo era bebé vivía en el campo. En la típica casita en la cima de una loma, cerca de San Mateo. A los cuatro años nos mudamos a Boavita, al norte de Boyacá. En las afueras de un pueblo tan chico, seguía siendo como vivir en el campo. A los once años, el día que volvimos a Sogamoso, mi niñez se partió en dos. Fue como si me arrancaran las alas de hada con las que volaba en mi bosque mágico. Pasé de estar libre en una casa enorme con un jardín lleno de árboles de manzana, durazno y guayabas, a estar confinada en un solo cuarto con toda mi familia. La ciudad gris fue el inicio de una serie de pesadillas económicas que buscaban refugio en la imaginación. Ahora entiendes ¿por qué armé mi reino fantástico en el sillón rojo?
Con el pasar de los años todo mejoró y la ciudad se fue llenando de colores. Al graduarme del colegio me fui a las tierras cálidas de Santander, en donde construí la otra etapa de mi vida y al terminarla regresé de nuevo a la “tierra fría” como le llamaba el Sr. Gutiérrez. De nuevo veía a la ciudad gris. No sabía si era por pasar de vivir en un clima cálido, en el que veía todo colorido, a uno frío y de repente todo me parecía gris.
Pero aquí es la ciudad del Sol. Cuando los españoles llegaron a “conquistar y colonizar”, por estas tierras habitaban los Muiscas o Chibchas. Ellos adoraban al Dios Xue o Sol. Cayeron de rodillas, arrastrándose por la tierra que alguna vez fue su hogar, sus manos ardiendo, sus ojos encandilados mirando que todo en lo que creían se transformaba en cenizas, veían como la ciudad se cubría de gris. Algo así me sentí al volver, como empezar a reconstruir entre las ruinas del templo del sol que fue quemado por la avaricia del oro. El templo gritó, sus troncos ardieron, los muiscas gritaron. La ciudad grita entre el humo gris de las industrias, por ello también se conoce como la ciudad del acero —del sol y del acero—. La historia grita y trata de mantenerse viva con lo poco que le permitieron conservar, sin ella la ciudad sería una cáscara. A Don Alonso, como dicen que lo bautizaron, le dejaron conmemorar su nombre como el cacique Sugamuxi, en la provincia, una estatua que fue conquistada por vándalos, un colegio, un barrio y en los letreros de los buses.
Hay veces que mi historia también grita. Lo que más me ha costado construir, reconstruir, de mi vida en la ciudad, ha sido adaptarme a los nuevos paisajes. Los sueños fracasados dejados atrás. Las calles por las que caminaba con el corazón roto. Los árboles que antes acompañaban mis salidas del colegio politécnico, ¿acaso no pueden arreglar las pinches calles sin tumbar todos los árboles? Todavía me duelen los gigantes que habitaron en mi barrio. Los recuerdos a los que quisiera regresar el tiempo por calles que siguen felices con fachadas diferentes.
Hay escenarios que no puedo volver a mirar con los mismos ojos. Sin embargo, ahora que recorro las calles de mi ciudad, la veo más colorida. No es el clima —aunque en días soleados es más alegre—. Es la vida que se va creando de momentos especiales. Me he dado de cuenta que el frío, el humo y el cemento, no era lo que me hacía ver la ciudad gris, tampoco que los muiscas ya no adoraran el sol, sino la falta de recuerdos —dejando los malos atrás—; la falta de tener nuevas experiencias, de tener una vida cotidiana. No sé si sea por el calentamiento global pero ya no siento tanto frío como antes. Siempre quería volver a la tierra caliente, pero ya me acostumbré al frío, a tenerle cariño entre la ruanita.
II. El museo de la cotidianidad:
Me sentía muy estresada cada vez que pensaba en que debía irme a viajar lejos. Veía a muchos viajando y mostrando lo maravillosos y felices que eran en Instagram. Pareciera que todos están compitiendo por quién llega más rápido, quién tiene más aventuras, más éxitos, más países visitados. Y me crucé con un TED de un escritor de viajes, Pico lyer, en el que dijo: “En la era de la aceleración, nada puede ser más estimulante que ir lento. En la era de la distracción, nada es más lujoso que prestar atención. En la era del constante movimiento, nada es tan urgente como quedarse inmóvil.” El arte de la quietud. Me sentí más aliviada cuando escuché que un viajero que ha recorrido el mundo escribiendo, esté disfrutando de la quietud, de vivir la cotidianidad.
Comencé a salir a recorrer la ciudad, y me decía a mí misma que tenía que buscar aventuras para escribir historias increíbles en las cartas. Ya te había contado que volví a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, por lo que mis aventuras no son precisamente extraordinarias sino más bien cotidianas. Lo cotidiano parece aburrido frente a las películas de marvel, pero es la historia que se escribe día a día y no hay mejor película que la vida real.
Caminé por la calle mochacá hasta el museo arqueológico donde se reconstruyó el templo del sol. Alguna vez pasé por esa calle. Por lo menos ese día lo hice conscientemente de que era un camino histórico. Quise tomar fotos de diferentes años para observar cuánto ha cambiado. Observar la cotidianidad.
Cuando fue el camino de los muiscas para ir al templo del sol, lo imaginé una trocha marcada con las huellas transitadas rodeado con chozas habitadas; el templo construido para medir el tiempo con el sol y en donde se celebraban las Fiestas del Huan por el solsticio de invierno y temporadas de cosechas. Cuando se convirtió en camino comercial en mis ojos todo pasaba en cámara rápida: caballos que cruzaron el pastizal montados por los avaros; 1871 pasó caminando el Sr. Gutiérrez y le regalaron una astilla de uno de los troncos sobrevivientes; arando el camino de tierra para el tráfico de mulas y carruajes; una placita de mercado donde todos decían sumercé y el idioma evolucionó al acento boyacense del que yo carezco; la pilita de la unión para que los caballos tomaran agua; se juntaban para tomar en las chicherías antes de que las prohibieran por una intoxicación masiva; construyendo casas, teatro, demoliendo, construyendo, reconstruyendo... Pareciera que arreglaron la calle cuando pasó el carro de Google Street, pues lo que vi en Maps ya ni se parece, algunos vecinos rompieron la regla de colores, otros atacaron las paredes con sus sprays de garabatos; la casa de letrero Mochacá frente a la pilita se veía intacta, un día que pasé y tomé fotos estaba casi en ruinas y hace poco la volvieron a restaurar por su valor histórico. Ahora veo un camino turístico hacia el museo, cubierto de piedra y cemento para facilitar el tránsito de carros, donde hay tiendas de barrio para tomar cerveza, mercar y llevar artesanías. Me pregunto cómo será en unos años, tal vez sea el camino a un nuevo centro comercial con museo.
Faltaba algo, igual lo sentí cuando visité el museo. Con el sonido de fondo de las campanillas arrulladas por el viento, me contaron cómo reconstruyeron el templo: que trajeron los enormes troncos —guayacán— de las selvas en Santander porque en Boyacá ya no había; con los hallazgos arqueológicos, crónicas e investigaciones, dedujeron que tal vez se veía así, que tal vez vivían así; una exposición de objetos encontrados como utensilios, jarrones, cestos, telas, armas, etc. Pero faltaba algo. Las historias. Las historias cotidianas de quienes vivían en esas chozas, de quienes utilizaban esos utensilios, de los que fueron enterrados en esos cementerios. Posiblemente deducen cómo vivían, pero no las cosas que les sucedían. Siento que los grandes museos exhiben historias de civilizaciones, naciones, batallas, de personas famosas e importantes o de las más desafortunadas, pero poco de personas cotidianas, al menos no documentadas. Ahora es diferente, cada uno tiene la capacidad de escribir, describir su vida cotidiana, su historia familiar.
En el colegio me llevaron al museo una vez, sólo una vez. Apenas recordaba un sapo pintado en una piscina y una choza grande con techo de paja cuando cantaba el himno de la ciudad: “Con las llamas del Templo del Sol”. Superada mi etapa de infancia y adolescencia, mis intereses se volvieron más realistas —o más aburridos, tal vez lo pienses así—. De chica solo pensaba en jugar, ahora es de mi interés el conocer la historia de mi familia. ¿De qué me sirvió tanta historia en el colegio? De nada si ni siquiera conozco mi propia historia. ¿Por qué me pusieron a investigar de Mesopotamia y no sobre mi familia, las anécdotas de mis abuelos, bisabuelos? Para mí en este momento sería un gran tesoro si tuviera un cuaderno con las aventuras de mis antepasados. Ahora ya no puedo preguntarles.
Así que en el viaje que hice por mi habitación contando mis anécdotas, pensé que tal vez estaba narrando mi historia, mi cotidianidad para el museo en el futuro. Pues ¿de qué otra forma alguien se enteraría de cómo vivía, hablaba, sentía, pensaba o las anécdotas que me pasaban? ¿Acaso por no ser famosa no tendría un lugar en un museo? Los tesoros que guardo en mi Bambú, mis cartas cotidianas, ¿acaso no podrían ser de valor en el futuro? Quien quita que puedan llevarlos con los bisnietos de Rick del precio de la historia.
Mientras observaba en la calle Mochacá, pensé en la idea de crear un museo de la cotidianidad, en donde se exhiban fotos u objetos de personas con su historia. De esas personas que observé y me gustaría preguntarles sobre su vida. De tu historia si me la quieres compartir. Cada lugar, cada objeto tiene una historia creada por su dueño, de personas cotidianas con vidas cotidianas como la mayoría de personas. Algunas historias las he encontrado en los periódicos, crónicas, ¿acaso los periódicos serán los futuros museos? La cotidianidad relata la historia que se contará en el futuro.
III. El punto central:
Llevaba unas tres semanas durmiendo mal, a ratos, cuando podía y mi cerebro por fin se calmaba de tanto procesar. Cubrí mis ojeras con gafas oscuras, mi pelo sin lavar por muchos días con una gorra de letrero Colombia. Tampoco me alcancé a bañar ese día y perfumé la chaqueta roja de navidad. Había planeado e imaginado ese momento por tantos meses, que en el hueco del estómago revoloteaban mis alegrías y nervios. No dormí ni una hora. Mis palabras dejarían de ser mías, de ser el secreto que guardaba en mi Bambú. ¿A dónde iría a enviarlas a viajar? Solo había un lugar en esta ciudad como en cualquier otra, en el punto central.
Improvisé una cajita que tenía con un letrero escrito a mano con marcador negro: “CARTAS” y le agregué un “¡Gratis!” para que al menos alguien las recibiera y no se asustaran. Mientras sacaba la foto de inauguración solitaria, observé el monumento a la raza Muisca, nunca me había detenido a mirarlo con detalle. Había leído y visto una foto en la que originalmente las esculturas no estaban en la posición de ahora, el artista —Rosendo Gil— tuvo que voltearlas ya que a la iglesia no le gustó que le dieran la espalda. Respiré hondo… la señora de los tintos me ofreció pero yo soy sensible a la cafeína y sin dormir moriría de un ataque de ansiedad, agüita tampoco, el olor me recordaba esos días de tortura cuando tenía un viaje largo y en la terminal de transporte se mezclaban los olores de ambientador barato con aromática. Esta vez estaba viajando por la Plaza de la Villa y sentía mi cuerpo revolviéndose en un bus del mareo que tenía. No gracias, le respondí mientras aguantaba la respiración.
No dormir parece que te lleva a un estado de meditación, no tienes sueño pero ves pasar todo en más calma, en 0.5x, prestaba más atención. Recordé la última vez que me había sentado en ese parque, fue cuando pasó de ruta un chico viajero, precisamente español, que parecía un príncipe árabe, tal vez producto de la invasión que le hicieron a España. Al final parece que todos somos un revuelto de invasiones y eso me preocupa al buscar mis orígenes, las pruebas de ADN que venden caras para darte un reporte de los lugares de dónde eres, creo que son una estafa. Le dije al príncipe: ven te tomo una foto —la típica con el monumento—, me encogí en un espasmo de susto, otra vez me respondió como si me regañara con la cara del enano gruñón pero de 2 metros: “¡No! ¡¡No me gusta tomarme fotos!! ¡Y menos solo¡”, en ese mismo tono de realeza me había hablado —criticado— todo el día... Creía que yo le había caído muy mal (días después aclararía que no fue así (?) ¬¬). Decidí no volver a opinar o decir algo para que no terminara sentenciándome a la guillotina. Se tomó un tinto y el vaso trató de tirarlo entre las grietas de una pared mientras esperábamos la buseta, ahí fue que me salió una cana y rompí el silencio, ya no me asustaba el gruñón gigantón, es que yo estudié seis meses de locución y nunca iba a permitir —ni porque fuera de la realeza— que ¡botara basura frente a mis narices!
¿Por qué recordé ese día gruñón? Tal vez había confundido la pastilla de acetaminofén con una de la película Sin Límites en la que Bradley Cooper la tomaba y de repente recordaba todo, de repente era productivo, y en una noche escribía el libro que no había podido escribir en meses. Mientras escribo esta carta en verdad quisiera esa píldora, ya sabes que soy como un bambú. Ahora veía a los señores embolando zapatos, pensaba que ese oficio estaba extinto pero les construyeron hasta casetas; la señora en su puesto de obleas me hacía recordar Floridablanca; los carritos que venden de todito; la esquina 11 con 11; las palmas de Iraca con ecosistemas propios que antes me eran solas matas; los niños en los carritos eléctricos que cambiaron los caballitos de madera. En las fotos antiguas que había visto en el grupo de Sogamoso Histórico, se respiraba tierra y olor de los caballos, mulas y sus excrementos; se escuchaban los rechinidos y zapatazos de los caballos como una orquesta antigua. Ahora los excrementos salen por el tubo de los carros, con otro olor más desagradable adaptado al olfato; la variedad de música al recorrer el parque le da ese toque de película cotidiana moderna junto a los pitidos y runrunes. Los detalles que no veía a simple vista ahora estaban por todas partes, hasta nuevos mundos en murales con representaciones de los muiscas y la región.
Unos señores en un puesto de todito que me recibieron una carta porque era gratis, me contaron que antes un señor tenía un perico que te personalizaba el saludo con tu nombre y era la sensación de los transeúntes, nunca vi el pájaro pero me atormentaba la idea de que lo esclavizaran para vender. Ahora yo era el pájaro que con un letrero rogaba que dejaran de ignorarme y como pájaro importante que era, me felicitaran por mi labor, mi arduo trabajo y me dieran de ese maíz que venden a los niños para que se entretengan con las palomas y así mis cartas volar. Por cada 1000 que me ignoraban, 10 se llevaban una carta, una persona de vez en cuando me preguntaba y le encantaba. Ese pequeño momento de satisfacción me animaba para seguir caminando con un morral pesado con por si acasos. Odio cuando alguien me entrega un folleto casi a la fuerza, no quería ser la bruja de la publicidad, así que agitaba mi manita con una carta y con la otra sosteniendo la cajita para que miraran que era gratis y calmaran mi dolor de mano al recibirla. Apenas alguien comenzaba a leer en frente de mí, me despedía huyendo despavorida de la pena que me daba que descubrieran mis secretos íntimos. Creo que algunos pensaban que era la influencer disfrazada para no ser descubierta, me veían con ojos curiosos, tal vez soñando que llevaba un sobre lleno de dinero que entregaría al que recibiera mis cartas y se dejara tomar una foto con mucho estilo, yo también lo soñaba despierta.
Sin duda el 7 de diciembre de 2022 será el que más recuerde cuando vuelva a caminar por el parque de la villa, en el que el Sr. Gutiérrez estuvo recorriendo y tomó una foto cuando no existía la Catedral de San Martín de Tours (que ahora sé que no se llama solamente “la catedral”), sino una más pequeña que sufrió daños por un terremoto y que luego construyeron la que está ahora. Antes todas las casas alrededor del parque eran coloniales con techos y balcones, e ignoro si también fueron derrumbadas para construir los nuevos e incombinables edificios que alojan bancos y locales comerciales modernos, reemplazo de los artesanos extintos que antes comercializaban en la plaza en este mismo parque. Un lugar central de interacción, es lo único que veo que no ha cambiado con los años.
Con el cansancio acumulado llegué a casa destruida, luego me enfermé y dormí por días y seguí peleándome con la edición de video. En el punto central estaré enviando a viajar las siguientes cartas y creando nuevos recuerdos. Las próximas veces si me voy a bañar, no te preocupes, puedes acercarte y llevarte una. Ya tengo un letrero más bonito.
IV. El matrimonio:
Como si fuera aquel terremoto del 2004 que abrió los cielos de su techo, la novia entró a la iglesia. El piso se revolvía en mis ojos pero yo no sentía el temblor. Al parecer eran sus piernas, debilitadas por el susto de tomar una de las decisiones más difíciles, compartir la vida con alguien más. Mi cabeza se movía como una de esas muñecas que ponen los conductores en su camión y bailan de lado a lado. Seguía el temblor de sus pasos, preocupada por si se torcía un pie en los tacones de doce centímetros con los que casi igualaba mis zancas de garza. Ese es el momento que más recuerdo de la ceremonia: la entrada, el tomar la mano del novio y seguir con el terremoto hasta el altar.
En una esquina, por la misma calle de la catedral, se encuentra una pequeña capilla. En su fachada remendada con ladrillos entre rocas que parecen medievales, se puede apreciar su exquisitez antigua. Intuyo que los nombres que aparecen en sus paredes, fueron de donantes. Tal vez los que ayudaron en las muchas reparaciones que se notan, como cuando el techo que se desplomó en el 2004, o en la reconstrucción de 1872, pues antes era un humilladero. Esta capilla, ya no es la capilla olvidada en una esquina, de la que apenas recordaba que existía cuando iba a comprar los útiles escolares en las papelerías. Desde el 2014, es el lugar en donde se casó mi mejor amiga del colegio. En la capilla de cristo.
V. La capilla que no existía:
Hace unos meses iba en una buseta por el centro de la ciudad, levanté la vista y vi una pequeña iglesia en una colina y me dije: ¿Esa iglesia siempre ha estado ahí? Si, y en los años que llevo viviendo en esta ciudad al parecer no sabía de su existencia. Así seré de despistada… o bueno, miope. Desde el punto central a unas dos cuadras comienza la subida a la capilla de Santa Bárbara.
Para subir las escaleras hay que hacer todo un ritual, te escribo unas instrucciones: Primero asegúrate de llevar ropa cómoda, bolso ligero de peso, y una buena disposición. Antes de comenzar a subir podrás ver la obra del maestro Edgar Díaz que sólo puede ser apreciada desde el suelo plano antes de comenzar a plegarse. Quédate mirando quieto un momento para apreciar el arte. Respira hondo y sube el primer peldaño, si tus piernas no son largas probablemente tendrás que dar otro paso en el escalón porque algunos son muy anchos. Cuenta cada escalón que subas: 1, 2, 3… hasta 10 o 15. Detente y realiza un giro de 360 grados, despacio, observando, respirando lentamente, si deseas, saca fotos a lo que llame tu atención: tal vez una casa antigua, un perrito durmiendo, unos caballos pastando, los jardines o murales, las vecinas echando chisme. Continúa y detente cada 10-15 escalones (en serio detente) y repite el procedimiento hasta que llegues a la cima. Notarás que no has subido muy sudado y ahogado; te darás de cuenta que has observado detalles, un lindo paisaje y no solo el suelo; al contar las escaleras y realizar pausas, no has contado el tiempo y se te ha hecho más fácil subir.
Al terminar las escaleras tienes que seguir subiendo por la calle a tu izquierda. Encontrarás una linda capilla que se construyó y si comenzó a existir desde 1872. Si tienes buen ojo tal vez puedas ver la "Huella del Diablo" que es una pisada atribuida a un demonio chibcha, yo no vi nada. Hay un lugar —creo que lo encontré— en donde iban a construir el monumento al mártir Gustavo Jiménez, habían colocado la primera piedra y “desapareció”, así como imagino que desaparecieron los recursos de las demás piedras. Si llevas algún tipo de basura no la tires al piso, si puedes por favor recoge alguna que encuentres, por lo menos yo agradeceré tu buen ejemplo. Para volver asegúrate de tener las piernas semiflexionadas y un poco de lado, todo con el fin de reducir el impacto en las rodillas en la bajada.
Hay veces que el ritmo de la vida es tan acelerado que no nos detenemos para mirar y detallar lo que nos rodea, me pasó con la capilla, por ello estoy aprendiendo a pausar y girar 360 grados.
VI. La doncella y el tren:
Siempre quise hacerme la doncella y tirarme a las vías de un tren para que me rescaten, y adivina ¿qué? ¡Lo hice! solo que recordé que no tengo quien me rescate y soy una doncella que se salva sola. Antes todo era más romántico, las cartas y los trenes. La Estación del Ferrocarril de Sogamoso, dejó de transportar pasajeros y algunas empresas siguieron transportando cargamento, —menos mal porque de lo contrario serían solo ruinas—. Es uno de los sitios turísticos más fotografiables de la ciudad —no para espías de carga—. Solo pasan trenes con cemento, ya nada romántico, pero imaginemos una historia porque ese día no pasó ningún tren.
Le dicen que la ha dejado el tren, porque nunca la han visto bajo un hombro macho que la respalde, que la haga ver acompañada, que la haga ver segura, que la haga ver “más” mujer. Prefieren sacar conclusiones, ser casamenteras. Lo que no saben es que prefiere estar sola, vivir tranquilamente. «Estoy dispuesta a dar mi vida si eso significa pasarla eternamente contigo…» Decía la carta que Julieta le entregó a Romeo mientras se despedían en la estación. Con sus zapatos de tacón grueso, su ruana azul de lana y sosteniendo su sombrero, trataba de correr mientras la ventana se alejaba con el tren. Un cliché de película. Pasarían meses, años, para que regresara, o tal vez la eternidad. Mientras que la chica de la pañoleta roja no tenía a quién despedir pero le gustaba ir a la estación a ver a los que se despedían. Te ha dejado el tren, le decían, —de ahí nació la famosa frase—. Pero ella prefería ser la espectadora de los amores trágicos dejados por el tren…
VII. Los emprendedores:
Pocos llegan a la cima. La otra vez escuché a alguien que decía: “no gana el más fuerte sino el que más rápido se adapta”. Emprender es como escalar una montaña, no es para todos, pocos están dispuestos a sacrificarse, a sufrir, a luchar, a tomar decisiones de vida o quiebra. Hay quienes abandonan, hay quienes se esfuerzan y no lo logran, hay quienes nunca llegan pero no se rinden y hay los que llegan y disfrutan el momento de éxito, digo momento porque ni siquiera llegar a la cima asegura que el éxito dure por siempre. Hay que adaptarse a la montaña y sus condiciones climáticas inesperadas y no amañarse. Siempre aparecerá otra montaña a la que adaptarse momentáneamente.
Yo he estado ahí, alguna vez intenté subir la montaña con todas mis fuerzas hasta que no pude más y cambié de montaña. Varias veces. Volver a una de esas montañas dejadas atrás, me hizo recordar ese optimismo al iniciar en el que me sentía invencible, esa esperanza de querer continuar a pesar del dolor en el cuerpo y la falta de aire, esa frustración que me sigue persiguiendo con forma de aprendizaje. Ver a los compañeros que continúan subiendo la montaña, lo que han logrado y todavía están logrando. Es nostálgico y a la vez satisfactorio.
El día que se inauguró la montaña de los emprendedores, mi hermana todavía estaba en el país y me asistía como camarógrafa, yo en mi etapa de modelo —cuando me ataba cuerdas en los pies—. Comenzar un nuevo proyecto siempre es difícil y a veces no se tiene el apoyo que uno quisiera, por lo que es importante unirse con otros que están en las mismas. Así nació este centro de emprendedores en el que a falta de recursos para instalar un local propio, aquí se unen varios proyectos —hoy en día más de 20— para apoyarse mutuamente. Generalmente vemos agrupaciones en centros comerciales, este es como uno mini para los más pequeñitos.
Es importante apoyar a los emprendedores y artesanos locales. Las grandes marcas nos hacen creer que debemos comprarle a ellos para sentirnos de marca, de un estatus más alto, pero no hay como apoyar a un emprendedor local que ha trabajado con esfuerzo. Cuando voy a pueblitos, los artesanos de ahora parecen ser un museo para promover el turismo, sin los curiosos por ver esas tradiciones ancestrales, ya no existirían. Hasta los más débiles se adaptan al cambio para sobrevivir así no lleguen a la cima. Hay quienes se integran al cambio proponiendo nuevos productos. Hay quienes se unen para apoyar sus sueños. Estar en la montaña también requiere de constante apoyo.
En la era de la globalización, nada es más importante que apoyar a los emprendedores locales. En la era de la importación, nada es más desafiante que comprar en las plazas de mercado campesino. En la era de made in china, nada es más gratificante que invertir en calidad. En la era de la competencia, nada es más ambicioso que apoyarse unos a otros. El arte de ser un héroe. Para mí los héroes son los que se atreven a emprender en el ahora lleno de extranjeros que ya no colonizan con armas sino con tiendas evangelizadas de marca y productos de esclavitud.
VIII. El primer amor:
Ahora me voy a poner romántica… Transcurrían esos años colegiales cuando me enamoré. Lo vi un día en la fila de formación. Fue como amor a primera vista, y seguí viéndolo cada día, haciendo fila. Le escribí mi primera carta de amor, a mano, como esta carta viajera. Se la entregué a mi amiga, que se la entregó a su amiga que lo conocía. Nunca recibí respuesta, no en ese momento en que mi corazón se averió. Fue unos años más tarde —como dos—, cuando el universo se alineó y crearon el momento adecuado, ese en el que él se enamoró de mí. Fue como una ironía del destino, cuando mi corazón ya había sanado y apenas creía en la ilusión del amor. Nos dimos nuestro primer beso en el Parque del Norte, en una fiesta de no sé qué. Mi primer novio. Mi primer amor…
IX. El testamento:
Cada quien busca ser recordado u olvidado. Pensaba que visitar un cementerio era una idea escalofriante. No iba a grabar nada pues me parecía inapropiado y mucho más porque mi conciencia no me dejaba, me hacía pensar que tal vez algún fantasma aparecería en los videos y no podría volver a dormir en paz. Sin embargo al ver las tumbas antiguas con esculturas de ángeles, con lápidas que parecían una obra de arte, con árboles y enredaderas que habían proclamado su territorio, no me pude resistir en capturar unas imágenes. Son tumbas antiguas y en ese tiempo no existían los celulares, así que tal vez no les interese hacerse una selfie, bueno y si aparece algo al menos sería un fantasma histórico, pensaba mientras disimuladamente accionaba el botón de grabar para que no me pillaran.
Te preguntarás ¿por qué fui al cementerio? Se me ocurrió ir a buscar las tumbas antiguas de Reyes, y encontré varias. Se siente raro visitar un cementerio en el que no sabes si algún pariente descansa. Había imaginado que todo el lugar solo eran paredes y columnas llenas de huecos. Una parte sí lo era. El jardín que ocupaba el mayor espacio, parecía un museo de arte antiguo. Recordé que los lugares más turísticos del mundo son cementerios: el Taj Mahal, las Pirámides de Egipto, Pompeya. Necroturismo le llaman. Cada civilización interpreta la muerte de forma diferente, realizando rituales y ceremonias de acuerdo a sus creencias, como los muiscas que se cree hacían sacrificios humanos en el templo del sol.
Me pregunto si las tumbas antiguas estaban antes en el laguito. Antiguo cementerio. Conocí el parque cuando todavía era un corral para infantes, con paredes de piedra que aseguraban mi vida mientras corría jugando junto a una horda de pequeños inquietos y nos bañábamos en el lago que escupía agua, el cual atribuía su nombre. Me enteré que fue cementerio cuando se fue mi infancia, tumbaron el corral, el lago mágico desapareció para evitar resfriados, y la gran entrada fue cercada para evitar accidentes y luego restaurada como una imitación moderna nada parecida. El parque lo recorrí otro día, miré los árboles, los conté y me pregunté si por cada persona que estaba en el cementerio sembraron un árbol. Conté más de 80, mi nuevo juego a las escondidas de vieja aburrida, sin agua, sin niñez, sin luces.
La única vez que casi veo la luz, fue cuando nos caímos con una amiga en su moto, salimos del colegio, íbamos solas, despacio, en la vía, cuando otra moto se nos adelantó y, como si no tuviera el espacio suficiente de absolutamente toda la calle, nos golpeó la llanta delantera —no imagino a esa persona manejando en la costa—, no fue grave pero si me golpeé la cabeza y parecía un zombie.
Al salir del cementerio divisé un gran cartel con todos los requisitos y normas para pertenecer a la vivienda del otro mundo. La muerte parece que sólo es recordada por los que tienen más para pagarle, los planes solo te cubren unos años mientras te descompones y debes salir para darle lugar a otro, como si fuera otra fila de espera eterna.
Prefiero colarme, así que hace unos años escribí una carta con mi testamento ($0, no te ilusiones:( indicando qué hacer con mi cuerpo cuando me muera, entre mudanzas la carta se extravió o quisiera pensar que alguna de mis hermanas la descubrió y me hackeo el pc con las claves que dejé escritas. Decía que quería que me cremaran y las cenizas las podían tirar donde quisieran, no me gustaría estar encerrada pudriéndome en cuatro paredes —ni en el hueco de mi balcón—, ni siquiera si la tumba la llenan de oro y fuera como el Taj Mahal. Solo quisiera ser libre viajando con el viento. Que me recuerden en internet y las cartas en papel.
X. La panorámica:
No puede ser que tenga tanto miedo de subir al cerro de Don Chacón, me repetía varias veces en las que planeaba ir y no podía salir de mi casa. Siendo que la otra vez subí hasta Morcá por los lados de Ruchical, sola, sí, me gusta caminar sola. ¿La razón de mi miedo? Un sueño y una noticia. La noche antes de intentar subir tuve una pesadilla en la que iba y me robaban la cámara. Me di vuelta y seguí durmiendo. Unas semanas más tarde vi una noticia en la que robaron a un chico —hasta los zapatos, decía la nota—, así que cancelé cualquier intento de subir. No soy supersticiosa pero a veces creo que los sueños son premonitorios.
Eso fue el año pasado y este año por la carta quería ir al mirador a tomar unas panorámicas de la ciudad, y no sé quién sería don Chacón, pero ya nadie me lo iba a impedir por miedo y menos un sueño. Me armé de valor y del teaser —que compré cuando vivía en Bogotá— y me fui un domingo que van más personas. Con una chaqueta negra, la cámara, la bufanda para cubrir la cámara, gorra, gafas. Y adivina ¿qué? Cualquier perro que me veía me ladraba, al parecer yo era la más sospechosa… Nadie se me acercó, me relajé tomando jugo de naranja, disfruté la vista. Tomé las fotos, claro, todos los días el cielo estuvo —y los siguientes estaría— despejado azul, pero precisamente el día que fui tenía que estar nublado. No todo podía salir perfecto.
XI. El Cocido Boyacense:
Cuando pienso en mis antepasados, los imagino con un gran apetito, como una de esas panzas que aguantan todo lo que se les eche. Antes de que se inventaran los trabajos de sedentarismo, todos sabían arar y cultivar. Ello requería un gran esfuerzo y por ende un buen banquete de energía. Tal vez por ello los platos típicos de Boyacá son tan grandes. Hasta ahora rara vez salía de mi casa por comida típica pues mi mamá siempre se ha encargado de mantenernos en el hogar con porciones razonables. Por lo que fui a un lugar por una zona que nunca había visitado a degustar un Cocido Boyacense y he de confesar que tuve que pedir el plato más pequeño que tenían...
El sol llegaba a lo más alto del cielo cuando doña María gritaba: “el almuerzo” mientras golpeaba con el cucharón de palo revolviendo la olla ennegrecida por el fuego a leña que mantenía hirviendo el manjar. Las frentes sudorosas y las manos mugrientas se detenían al instante como un llamado militar. Cada uno cogía su tazón redondo de gran capacidad. Si el tazón hablara seguramente diría: «¿qué es todo este revuelto?¿tendrá buen sabor?». En su defensa los implicados responderían: «Como rey haba soy el que dirige el sabor, sumercé. Nosotros reinamos en mayoría con nabos suaves y esponjosos. Si no fuera por las papas criollas que patrullamos no habría ningún reinado. Nuestro caparazón protege a las arvejas más pequeñas. Las carnes espiamos el jugoso sabor tierno. De nada sirve tanta preparación si no tienen un estratega chorizo fino como yo. La munición que le da más sabor es el dorado de nuestra mazorca». Las rupias guardarían silencio por su escaso adorno. El ají llegaría para ponerle más picante a la lucha. Pero el guerrero escondido serían las especias para sazonar a los implicados, las que se encargarían de las negociaciones de paz. Se libraría la batalla de sabores con el jurado de paladar criollo y terminaría la disputa con la aprobación de la barriga llena y satisfecha, pues el castigo para el que pierda la batalla, es lavar los platos. “Que si quiere chicha, esta atembada”, doña María interrumpió a aquella soñadora de batallas y tubérculos guerreros, que haciendo mueca levantó su vaso para recibir la fuente fermentada de vida ancestral, perfecta para bajar la pesadez y seguir cultivando.
Algo así me imaginé mientras degustaba el Cocido Boyacense y sin darme cuenta había vaciado el tazón que pensaba no entraría en mi diminuta panza. Menos mal no perdí la batalla. Soñar despierta es una buena forma para distraer los prejuicios del “no puedo” de mi vocecita saboteadora.
XII. La casa histórica:
Al ver fotos antiguas de la ciudad, me sorprendo de lo mucho que ha cambiado en solo 100 años. En mi presente yo no la veo tan cambiada de cuando volví. La ciudad se normaliza en nuestros ojos cuando vivimos mucho tiempo en ella. Al miramos en el espejo todos los días y no notar el gran cambio. La mayoría de las casas antiguas ya no están. Ahora ocupan su lugar los edificios cuadrados de mi realidad. Si no fuera por este viaje de observación, no me percataría de los techos y balcones que sobreviven camuflados entre letreros y comercios.
Una de las razones de ir a comer el cocido boyacense —por el barrio monquirá— al otro lado de don chacón de mi paisaje habitual, fue porque Wikipedia me decía que por ese lado había una casa histórica: La casona de pie de cuesta. Quería ver si todavía estaba en pie o en ruinas y de paso me servía como excusa para caminar bajando el festín.
Pensaba que sería un largo camino de tierra subiendo al cielo despejado, hasta que un señor paró su buseta —sí, hay una ruta— y se ofreció a llevarme. “Vamos, súbase, qué hace caminando con este solazo”, voy a ver una casa histórica, me dijo que no conocía. Con el GPS guiándome, me dejó justo en frente de la casa. “Ah, es esta, ahí hasta hay una tienda para que se refresque”. Al entrar lo primero que me sorprendió fue un venado disecado colgado en la pared. Su mirada me pedía auxilio. La tienda era como un museo exhibiendo las vitrinas antiguas de madera en las que se acabaron los amasijos del siglo dieciocho. Paredes empapeladas de calendarios. Una piel de caimán —o como se llame— de unos 5mts atravesaba la pared. Lo único que vendían eran dulces, unas botellas de gaseosa y cerveza. Me tomé un jugo tropical.
La señora muy cordial me dejó recorrer parte de su casa para detallar, y concluir si era una casa histórica. Me vi viendo en ella, después de salvar el venadito, claro. Me vi con uno de esos vestidos largos floriados, dos trenzas y sombrero. Las casas antiguas me transmiten un sentimiento de hogar cálido. Las paredes gruesas de barro, que conservan más el calor. Las puertas de madera pesada que no permitirían la entrada al mal. El patio central, rodeado por la casa techada de barro. Antes las casas se construían con cercanía al agua y esta tenía un pozo, “aljibe” me dijo la señora que se llamaba: “toca mandarlo a arreglar, entonces, al sacar agua, entonces, se puede caer, esa, la casita”, aun así le encuentro el encanto. Me vi escribiendo bajo el techito del aljibe. No hay fachada más hermosa que la de una casa antigua.
Volver a caminar por las calles mi ciudad cambió, ahora miro más hacia arriba para descubrir esos rastros coloniales conquistados por lo “moderno”.
XIII. El barrio encerrado:
Desde el famoso jardín de Versalles de España, llega el jardín de Versalles dentro de la Uptc. Un barrio encerrado por la sabiduría en la que se ven estudiantes arriesgando sus vidas por un futuro mejor, mientras hacen maromas y brincan el muro con reja —con el que nos encerraron— que cada vez suben más para impedir su entrada ilícita a las instalaciones del saber, (ni con las protestas revolucionarias de mi mamá y los vecinos, pudieron impedir que nos aislaran del mundo). Yo tuve la fortuna de sobrevivir a tal hazaña una vez, la única vez. Mi hermana experta en trepar me persuadió para hacerlo y fue la primera vez que el celador la pillaba y claro que tenía que ser también mi primera vez, —como siempre mi mala suerte—. Al final otro celador buena gente nos dejó salir por otra puerta mientras el otro le gritaba por el radio: “!que no las deje salir¡”. Quedó como otra de las chocoaventuras que suceden en el barrio en el que vivo, donde rara vez pasa algo, o alguien.
XIV. Las mascotas:
Ponerme las botas, acomodarme la trenza en el sombrero, respirar profundo el aire fresco de meditación. Como la señora campesina de la granja a veces soy el reemplazo de mi papá cuando viaja. A unos dos kilómetros del barrio encerrado, más al sur de ciudad, están todas las mascotas de mi familia. La Granja Reyes. En ella se levanta una casita de techo bajo que papá construyó pensando en pasar allá su vejez. Frente a la casita está la zona de sembrado, en la que cada año espero la época de la mazorca —mi favorita—, por unos dos meses degusto: zarapas con queso, envueltos, mute, chorotas, guisos de mazorca, mazamorra y mis favoritos los huevos con mazorca dorada. Al fondo están los pastizales y los corrales de las mascotas.
La vaca negra brincona ya me está muuumiando desde que llego en la bicicleta. La gallina culeca me persigue con sus pollitos pio pio desde que abro el portón. La mamá ratona blanquita sale a saludarme en espera de su comida, o más bien la comida de las gallinas ponedoras, la cual se disputa con el otro bando de la ratona gris. La oveja jetilarga que siempre inicia el desorden le da pata a la puerta en señal de urgencia que ya la deje salir a comer. Otra vez se escapó la gallina fugitiva. Todos tienen hambre. La rutina es sencilla: darles de comer, sacarlos de sus corrales, limpiar. Los animalitos son muy bonitos hasta que hacen caquita por todo ladito...
Entro la gallina fugitiva a su corral, descifro su ruta de escape, la sello, creo que es muy inteligente. Si hay, recojo las cerezas y freijoas y las picadas de gusano se las doy de postre a las bolas de pelo, lindos y tiernos conejitos. Con los cachetes rojos termino la rutina, tengo sed, me faltó llevar la chicha casera infaltable de papá, y me siento en el cuarto de los huevos a escribir —reescribir— escuchando la banda sonora natural.
Mi querido extraño, esta fue mi manera de llevarte a recorrer y conocer un poco más de la ciudad en donde vivo. Nuevos recuerdos especiales se sumaron para transformar a la ciudad gris en el vivido color de mi cotidianidad. Mi historia forma parte de la historia de esta ciudad y quería compartirla contigo.
Un abrazo de papel,
Selene de la Noche
PD1. Aparte de crear mapas con mis historias, me encanta esconder tesoros, jugar a la búsqueda del tesoro, por ello en la siguiente carta me voy a Morcá a buscar un tesoro que no fue fácil encontrar.
PD2. Para una próxima carta te contaré a detalle de cómo me fue con la búsqueda de mis orígenes, pues para ello tengo que investigar más y visitar otros municipios.
PD3. Actividad Creativa para incentivar la escritura a mano: Elige un lugar que te traiga buenos recuerdos, sal y visítalo el día que quieras relajarte un poco, (lleva hojas y esfero). Siéntate cómodo, mira a tu alrededor, cierra tus ojos y escucha, imagina ese día… escribe esas emociones con que recuerdas aquel momento especial. Escribir en papel hace que la foto estática cobre vida y no sea solo un recuerdo en el pasado.
PD4. Y cada vez que salgas de tu casa recuerda que vas dibujando tu propio mapa, escribiendo tu historia cotidiana, tus rutas, tus viajes: ¿Cuál es tu mapa subjetivo en donde vives?
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Manuscrito: Cartas Viajeras por el Mundo. El Jardín de mi Casa. Boyacá, Colombia. Entrego cientos de copias de mis cartas a mano para que las lean y la entreguen a otras personas, también las envío por Email, así mis cartas viajan por el mundo.
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